Verde coraçao

Verde coraçao

Sus ojos eran del mismo color que el prado primaveral hallable en medio de mi corazón. Había llegado un día así sin más a decirme que las casualidades no son solo ello y que las mejores maneras de agradecer a un destino juguetón y ocioso de sorpresas era conociéndonos mejor. ¿Y porque o que las cosas se sucedieron así? Sería fácil y difícil de explicar a la vez tan sencilla como complicadamente. Lo conocí hace tanto que no lo recordaba con exactitud, y es que no hay muchas palabras para explicar los ojos de una adolescente mayor de ideas, de edad, y de pretensiones, cuando solía ver a un pequeño y delgado niño que aun jugaba con sus amigos a esas cosas tan simples que un niño de primaria suele hacer. De allí podría contar un lapso largo de tiempo en el cual desapareció de mi vista como debía de ser exactamente, entre las personas que mientras crecen, se dedican a otras cosas y empiezan a buscar el oscuro y des-mapeado rumbo de su vida en adelante. Y así fue hasta hace unos seis años atrás cuando las casualidades tomaron otro nombre y aun sin llegar, a ser serendipias, eran maravillosas; así como curiosas de sentir. Desde allí comenzaron los “encuentros” tan burdos como bonitos donde un par de jóvenes, mayores y distintos de cuerpo como de mente, comenzaron a tener la costumbre de siempre verse sin hablarse. Constantes como oportunos en medio de los lugares comunes e incomunes, es decir, subir a un bus, caminar por algún lado, rastrear tesoros y viajar a la Atlántida. Bueno, no tanto así, pero básicamente la costumbre de verse siempre con detenimiento, como quien estudia cada detalle y lo analiza tratando de encontrar entre el profundo valle de los recuerdos, ese aquel, en donde esos ojos ajenos concordaran con otros idénticos en el pasado. El tiempo transcurrió connormalidad años y años, hasta que por esa misma treta de ese sino que tanto oculta y tanto da, un día sin más lo devolvió a mis asuntos de cada mañana de una forma que es así de común como instantánea y bueno, hablamos, al fin, después de once años, hablamos. Entonces todo comenzó con un hola de mi parte y un acércate del suyo. Nada más importó en ese momento donde me perdí en lo hermosos de sus rasgos y en lo vacío de sus bonitas y engañosas palabras dadas. Decía él, con el convencimiento de alguien que puede demostrar que el cielo cabe en su bolsillo, que yo y él debíamos saltarnos lo que habíamos perdido en ese tiempo y empezar ya, es decir, empezar, olvidándonos de nombres, de lugares y de lerdas circunstancias, a sencillamente amarnos. Amarnos en secreto, que porque no es bueno andar en la boca de la gente como un pedazo de pan caliente que anda en todas las lenguas cada mañana. Que quizás entre una sesión de mimos y abrazos, entre pocas palabras y más acción, podríamos hacer de toda esta serendipia un gran y serísimo amor. Fue triste realmente, cerrar así de un portazo la ilusión de algo bonito que terminó desembocando en la cruel realidad, un amor platónico que mostró que las ovejas pueden terminar siendo más ávidas que un lobo y tener unos dientes más afilados que muchas promesas cualquieras que se pueden dar sin más. Pero como dije y dije siempre alguna vez, la edad no es solo una excusa, si no una manera de sopesar y entender. Él podía estar yendo, pero yo ya había regresado y eso nadie lo podría cambiar. Entonces sus ojos dejaron de ser, para siempre, del mismo color que el prado verdísimo y real en mi corazón (…)

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